EL PASEO DE LA ALAMEDA

Por Jesús Moya Casado

     El paseo de la Alameda hace cien años era una cosa bastante distinta a lo que es hoy. No porque fuesen distintas la traza de sus andenes ni la de sus jardines; en esto, salvo el asfaltado, el arreglo del arbolado y la prolongación hasta el puente de Aragón, no ha habido variación. Lo que sí ha cambiado totalmente es el uso que se hace de ayer a hoy.

     Los amplios andenes de la Alameda permanecían solitarios durante todo el día, con la excepción de las mañanas invernales de los domingos y demás días festivos.

     La pista central se llenaba de coches, que, uno tras otro, al paso, formaban una inmensa rueda, dando vueltas y más vueltas a lo largo de ella. Y así se reunían cuatrocientos, quinientos o más faetones, con sus elevados aurigas de levitón y sombrero de copa en los pescantes; un par de docenas de carretelas o “landeaux” lujosamente presentados, varias berlinas y unos cuantos coches ligeros de la “pollería” y allí, se pasaban una o dos horas vespertinas sin más distracción que saludarse los ocupantes de los coches unas a otras con una inclinación muy reverente o un expresivo movimiento de la mano derecha por fuera de una de las ventanillas.

     Iban por el centro de la pista central los coches de más lujo y los más ligeros, siempre a galope de sus corceles. Los de la rueda, de cuando en cuando se salían de ella y hacían una carrera por el centro. Este era el más gustoso aliciente, porque era la manera de hacerse más visible los que iban en su interior.

     Por el andén del río no paseaba nadie; por el otro, por el del plantío, como se llamaba, los “pollos”, que acudían allí para repartir sobrerazos a diestra y siniestra, como manifestación de suprema distinción, entre las damas. Estas no se apeaban jamás de su coche. Eso no era de buen tono. Las hijas, siempre con sus madres, sin descomponer el gesto, no tenían otro atractivo que los sombrerazos de los “pollos”.

     Entonces se lucían buenos troncos de caballos y se presentaban lujosos trenes. Un gran proveedor de carruajes y caballos era un vecino de Burjasot, Juan Bolufer “El Chufa”, que era poseedor de unos espléndidos y variados carruajes así como unos troncos de caballos que llamaban la atención por su hermosura; era uno de los más solicitados.

     Ya bien entrada, entre densas sombras, se iniciaba el desfile. Una vocecita, por el teléfono de goma, le decía al cochero: “A Valencia” y el cochero, ya lo sabía: se metía por el puente del Real, daba una vuelta, también de rúbrica, por determinadas calles y regresaba a casa, o recalaba en algún otro portal, en cumplimiento de deberes sociales.

© Copyright J.M.C. - 2015

http://www.chert.org