Entorno, paisaje y naturaleza
La masía de Bel
Por Juan Antonio Micó Navarro
Emprendemos el itinerario a las nueve de la mañana, después de tomar un ligero desayuno.
El camino de Vallibona que parte de las inmediaciones de nuestra casa xertolina, se encuentra completamente oculto por una capa o manto de plantas verdes que han crecido a lo largo de la lluviosa primavera.
Bajamos hasta el barranco de l´Aubelló, sorteando innumerables aliagas, por la antigua senda que ha ido desapareciendo por la falta de tránsito de estos últimos años, pues sólo lo hacen los escasos rebaños que quedan en el pueblo.
A ambos lados del camino crece también la maleza entre los almendros de los campos. Poco a poco han sido abandonadas estas tierras ásperas y altas, alejadas de la población, a medida que los últimos habitantes autóctonos del pueblo viejo han ido muriendo o asentándose en la parte llana de Xert junto a sus hijos y familiares, que ya lo hicieron en la década de los sesenta del siglo XX. Es un proceso irreversible y la naturaleza, sabia y eficaz, va recuperando las tierras que le fueron arrebatadas por el hombre para el cultivo, primero de cereales y más tarde para almendros, en épocas de mayor índice demográfico y pobreza.
Nos acercamos al riachuelo que nutre las huertas cercanas a la fuente de l´Aubelló. Se va haciendo más nítido el sonido rumoroso del agua hasta que aparece ante nosotros con su murmullo cristalino. Es poca el agua, pero siempre trae riqueza a estas tierras de montañas áridas y secas durante los últimos años. Se ve transparente y limpia, atravesando pequeños remansos, en cuyo fondo se cimbrean algunas plantas acuáticas inusuales en estos parajes en el mes de mayo.
El sol nos acaricia tibiamente y la ligera brisa que nos acompaña hace agradable la ascensión a la Mola.
Una vez atravesada la pequeña corriente de agua el camino de montaña se une con la carretera asfaltada que conduce al Turmell. Esta se desliza zigzagueante junto a la rambla y va ascendiendo con suave pendiente hacia las alturas. Atraviesa un grupo de cipreses añosos frente a los cuales, en un antiguo calciner u horno de cal, se alza erguido un almendro que parece perdido entre una masa arbórea de pinos que lo protegen.
A los pocos minutos entramos en un nuevo paisaje. Es justo bajo la cima de la Curolla, montículo sobre el que se alza un antiguo poblado íbero. Desde aquí no se puede apreciar su muralla exterior, pero en las ocasiones en que nos hemos encaramado a él, hemos localizado cerámica íbera y romana superficial, que datan su origen y antigüedad. Pues es aquí, en una revuelta del camino, donde el entorno se suaviza momentáneamente y combina la agreste montaña de la derecha con un nutrido grupo de huertecillos a la izquierda. A pesar de la distancia que los separa de Xert, muchos de estos campos están aún perfectamente cultivados. No obstante, ya comienza el abandono de algunos de ellos, porque la juventud tiene demasiada prisa y ansia de otros mundos y estilos de vida. Cuando desaparezca la generación que ahora tiene cincuenta años o más, todo este mundo fértil sucumbirá y la montaña se adueñará de nuevo de su territorio, tan duramente ganado para el cultivo y la abundancia de las despensas familiares.
Las norias o sènies están como sembradas, salpicando este tapiz verde. Son de piedra vista, con su maquinaria férrea en el centro, donde antaño funcionaron los viejos cadúfols de barro, de remoto origen árabe, hoy sustituidos por botes de hojalata, ennegrecidos por el paso del tiempo y la herrumbre.
En uno de estos huertos, primorosamente trabajado, en el que se ven crecer tomates, cebollas, ajos y lechugas, destaca, sobre una pared de piedra de contención, los vivos colores de un rosal rojo en plena floración y un poco más oculto un saüquer comienza a motear de blancas flores en el rincón donde se alza. Verduras comestibles, flores de adorno y plantas medicinales se aunan en este pequeño edén entre las montañas, donde sin duda su dueño, en los claros días de cielo azul como el que hoy nos preside, creerá encontrar la paz y el placer que los bienaventurados encuentran después de la muerte. Si viéramos aparecer a un hombre vestido a la antigua usanza musulmana, trabajando sobre estas tierras, nos parecería retroceder en el tiempo y conocer a quienes crearon y cultivaron, durante ocho siglos, estas tierras ocultas y lejanas.
El camino comienza a ascender de forma brusca y ante nuestros ojos se alzan, majestuosas, las Molas de Xert, con sus rocas grisáceas tachonadas de carrascas.
Pasamos por la cercanía de una granja y los perros comienzan a ladrarnos, dando aviso al amo de que unos desconocidos se acercan a la propiedad. Una vez doblamos la curva que pasa por delante de la explotación ganadera, los ladridos se atemperan y se van distanciando, como si el peligro de los desconocidos no acechara ya y no fuera necesario ahuyentarlos del dominio que a estos canes les ha sido confiado defender.
De nuevo el camino sigue su rápida ascensión con curvas cerradas. La respiración se hace fatigosa y el corazón late con mayor celeridad, hasta que llegamos a la curva algunos denominan de Juan XXIII. Es curioso que el pueblo haya dado el nombre de un papa a este trazado del camino. No obstante, la mayoría la llama de Pablo VI. La respuesta es fácil, pues este tramo se ensanchó para que los camiones que bajaban los bloques de mármol de la cantera, pudieran maniobrar con mayor facilidad. Se estaba trabajando en esta cota cuando murió un papa y fue elegido otro.
Decidimos hacer un alto en el camino. Descargamos la pequeña mochila que llevamos a la espalda y nos sentamos sobre un saliente roquizo para contemplar el bravío y hermoso paisaje. Desde estas alturas se divisan las montañas que hemos dejado atrás, pero del pueblo de Xert tan sólo vemos el polideportivo, encaramado sobre el pequeño otero denominado Les Forques porque en la Edad Media estuvieron situadas en este punto las horcas para ajusticiar a los delincuentes. Tiempos lejanos y difíciles, afortunadamente desaparecidos, en los cuales la pobreza conducía a la desesperación y al robo a los más desafortunados, pagando con su libertad y a veces con su vida la rebelión contra unas condiciones duras. ¡Qué distinto el destino actual! Se disfruta en la piscina, en el frontón, en el campo de fútbol, sobre el lugar donde quizá se despidiera del mundo más de un ser humano.
Pero el día es alegre, propicio a la contemplación y a la dicha y después de beber agua y comer unos frutos secos, cuando uno repone las fuerzas y entiende por qué a los cocineros se les denomina restauradores, seguimos nuestra ruta. En el mojón que divide los caminos nos despedimos, a lo lejos, de la ermita de Sant Pere i Sant Marc de la Barcella y nos encomendamos al segundo, a Sant Marc, patrón de nuestro pueblo, para que tengamos un buen día. Pasamos la barrera herrumbrosa que impedía el paso hacia el camino de la cantera y nos adentramos por una pista forestal que bordeando por sus cimientos la pétrea Mola, nos conducirá a la masía de Bel, objetivo de nuestra excursión.
El sol comienza a calentar con fuerza. Son las diez de la mañana y nos arremangamos la camisa. No obstante, llevamos la cabeza protegida con sombreros de paja, porque el sol de la montaña, contrariamente a lo que piensan algunos insensatos, es tan potente o más que el de la playa. Por eso los campesinos de Xert y los pastores se protegen con sombreros, pantalón largo y camisa de los potentes rayos del sol, porque la experiencia les ha demostrado las consecuencias nefastas de la pertinaz exposición a la luz del astro rey.
La vista se ha suavizado y se puede ver a nuestra derecha un paisaje que desciende hasta el llano. Al fondo vemos aparecer Xert, alargado sobre su otero, protegido por la Església Vella que, como una poderosa nave con la quilla incrustada en la tierra, avanza hacia la llanura de olivos que rodean la población. En lontananza, Sant Mateu, con el santuario de la Mare de Déu dels Àngels sobrevolando por las cumbres de las montañas adyacentes.
De repente, sobre la pared rocosa de la Mola que se alza imponente a nuestra izquierda, oímos unos golpes secos sobre la roca. Giramos nuestras cabezas y topamos con una cabra montesa, joven, erguida, enhiesta, con su pequeña cornamenta, que nos observa quizá con mayor curiosidad de lo que nosotros lo hacemos con ella. ¿Quiénes son estos intrusos –debe pensar– que se atreven a hollar mis territorios? Pero a los pocos minutos, atenta y valerosa, sigue su curso sin molestarse en indagar nuestras intenciones. Asciende por los derrubios de roca mientras la observamos, quietos y en silencio absoluto, para no molestarla, con nuestros prismáticos. Tiene unos ojos vivos y saltones y se para con frecuencia, despreocupadamente, hasta que al fin desaparece entre los altos riscos de la Mola.
Seguimos nuestro paseo con encantado regodeo: aquí aparece un fósil de concha bivalva, allá observamos el orificio dejado por un cartucho de dinamita en una roca, quizá utilizado para agilizar la construcción de este camino; más adelante observamos un pequeño bosquecillo de carrascas, resto de una vegetación milenaria de estos pagos que se ha salvado milagrosamente de la depredación humana, gracias a su inaccesible altura; en otro alto, bajo las enormes rocas marmóreas, observamos una cueva, sin lugar a dudas refugio de xertolins en épocas prehistóricas -¿tendrá pinturas rupestres?- nos preguntamos; y junto a ella hay una aterciopelada hiedra, con un retorcido y ya robusto tronco que se adentra, de forma incomprensible, en las grietas de las duras piedras y asciende y cubre, con sus mil brazos, la montaña sagrada, emblema de nuestra idiosincrasia, creando una verde y esplendorosa tapicería de naturaleza aún virgen.
Conforme avanzamos por la pista forestal pasamos junto a pinadas tranquilas, sólo transitadas por los intrépidos cazadores de Xert. Pero ahora los pájaros revolotean gozosos, sin la amenaza de sus temidos enemigos. Sus trinos se expanden dulces por la claridad meridiana de la montaña, bajo un sol cuyo calor es mitigado por el airecillo fresco de estas alturas. Estamos a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar.
Nubes algodonosas salpican el cielo y a la derecha, se va ensanchando el horizonte. Se divisan nuevas poblaciones a nuestros pies: La Jana, Traiguera y Canet lo Roig. La tierra de la llanura ha cambiado su color. Efectivamente, se va haciendo roja, quizá por componentes ferruginosos en su composición. Curiosamente, en el lugar de La Mola donde nos encontramos, aparecen unos fósiles de pequeñas dimensiones totalmente rojizos.
La huella de los cazadores es patente: un bidón de hojalata y un pozal de plástico, con una piedra en su interior para que no se vuele en las ráfagas de intenso viento que se producen de vez en cuando en estas alturas, delatan su continuada presencia por estos lugares en los momentos en que está permitida la caza.
El camino nos ha llevado justo bajo la antigua explotación de la cantera, ya inactiva. Una roca mordida y destrozada afea el paisaje y los restos de las voladuras poco cuidadosas, han cortado el camino por donde transitamos. Pasamos sobre estos trozos informes de mármol desprendido con sumo cuidado por lo resbaladizo del pedregal y bajando nuestro centro de gravedad, en cuclillas, atravesamos este paso peligroso hasta llegar, de nuevo, a una zona transitable.
Al cabo de unos minutos divisamos, aún lejano pero ya alcanzable, nuestro objetivo: la masía de Bel. Unas máquinas, de color amarillo chillón, nos anuncian el final del camino transitable. Están abandonadas desde hace bastante tiempo, pues la herrumbre ha hecho mella en ellas.
A nuestra derecha y por otro camino más antiguo que ascendía a la masía, vemos una escena que nos hace pararnos a observarla minuciosamente con curiosidad, mientras reponemos fuerzas: dos hombres, con la cabeza cubierta por un casco de tela metálica y el cuerpo y manos convenientemente cubiertos, proceden a extender unas redes sobre una camioneta en la que viajan. Están lejos y no han sentido nuestra presencia. Junto a ellos unas quince cajas azules de madera esperan que inicien su trabajo. Son panales de abejas que producen la deliciosa miel xertolina de romero y de otras mil plantas silvestres y sabrosas, que estos inteligentísimos animales liban para su sustento. Es miel pura, sin aditivos ni colorantes, sin industrializaciones vanas. Tan sólo el color y el sabor ya delatan la autenticidad y riqueza de su poder nutritivo y curativo.
Nuevamente continuamos nuestro camino campo a través, subiendo entre matorrales, en línea recta, hasta alcanzar unos extensos campos cubiertos de una verde capa de plantas aromáticas, que se han multiplicado por las intensas lluvias del presente año. Son los campos de cultivo que poseía la masía, regados con el agua sobrante del nacimiento que hay unos metros más arriba, donde la montaña comienza a ser agreste y escarpada.
Atravesamos la maleza que ha crecido a su aire y nos acercamos a la fuente de la masía de Bel. Después de un ligero ascenso encontramos un lavadero abandonado donde antaño corría el agua limpia y clara de la fuente. Un poco más arriba hay dos pilas de piedra vaciadas en la roca viva. Curiosamente están unidas por un pequeño reborde de la misma roca, dando la impresión de ser unas gafas con sus cristales de agua. Junto a éstas, un tronco de árbol vacío, semejante al que encontramos en la font de la Serra, sirve de canalización de la pequeña corriente que abastece las pilas roqueñas.
Por fin, dominando todo este conjunto hidráulico y en el interior de una pequeña cavidad que se hunde y adentra en la montaña, encontramos el ullal que brota de forma inexplicable entre las asperezas del entorno. Sus paredes son de piedra viva y en uno de sus rincones hay un cuenco, cubierto con un barniz verde oscuro, que sirve para que el viandante pueda saciar su sed en el manantial. La parte de la roca más cercana al agua está cubierta de plantas lacustres, de helechos que aquí denominan falgueres y a mayor profundidad, de musgo que tapiza hasta lo más profundo del nacimiento.
Descargamos la mochila y bebemos las nítidas y claras aguas de la fuente, puras, incontaminadas y refrescantes. Después volvemos a colocar el recipiente de barro en el lugar donde lo han dejado los pastores, principales habitantes en la actualidad de estas soledades de la sierra xertolina y sacamos nuestros suculentos almuerzos de tortilla de patata y cebolla.
El sol nos está calentando ya de forma considerable, pues son las once y media y una ligera bruma nos impide ver el lejano mar. No obstante, se divisa un dilatado paisaje desde estas alturas y enfrente podemos ver la preciosa Moleta Redona, obra de ingeniería de la naturaleza, siempre sabia, siempre maestra de la que tanto ha de aprender el hombre.
En estas soledades, teniendo la masía de Bel como vigía, uno cree estar solo en la inmensidad del tiempo y el espacio. Es una situación que nos acerca a la atemporalidad pues podría darse perfectamente a comienzos del siglo XX o a finales del XIX. Pero un hecho inesperado nos saca de nuestras abstracciones mentales y nos devuelve a la realidad: un galgo de caza comienza a merodear por los campos incultos que antiguamente fueron huertas y ello nos indica que no andará muy lejos su amo. En efecto, a los pocos minutos aparece un hombre joven, de unos treinta y cinco años. Ellos están tan sorprendidos como nosotros de nuestra presencia en estas alturas. Ambos se acercan y nos saludamos.
El galgo, de color blanco con manchas marrón claro, corretea feliz junto a su dueño en esta libertad de las alturas. Al dueño lo conocemos de Xert, de vernos por el pueblo algunas veces, pero es un conocimiento superficial, porque no hemos coincidido mucho.
Intercambiamos saludos y le ofrecemos, como convecinos que somos del pueblo, que participe de la fruta que vamos a comer. En principio se resiste a aceptar pero al fin compartimos una manzana. Nos pregunta cuáles son nuestras intenciones en aquel lugar, por dónde bajaremos al pueblo y le contestamos que queremos ver si encontramos el camino de la font de l´Enceloni, donde estuvimos en agosto pasado con un grupo de amigos. Él nos contesta que va a subir trepando hasta la cima de la Mola y regresará por el camino de la cantera. Tiene la costumbre de salir de excursión los domingos por la mañana con su fiel acompañante, porque nos dice que constituye su mejor entretenimiento los días festivos. Estamos de acuerdo con nuestro interlocutor en aquello de participar de la naturaleza como mejor aprovechamiento de una mañana festiva. Nos despedimos.
Nuestro contertulio avanza rápido por las empinadas sendas que el hombre ha ido creando entre las rocas escarpadas y pronto disminuye su silueta hasta que lo perdemos de vista, a él y a su fiel can, entre los riscos más altos de la Mola. Sin duda conocen bien el terreno y pisan los senderos con seguridad.
Nosotros nos acercamos a la masía y la observamos. Es como un baluarte de piedra que se ha defendido, a lo largo de los siglos, de los fuertes vientos, las lluvias intensas y las copiosas nevadas que lo han azotado. Incluso la tragedia lo ha convertido en un lugar romántico, pues aquí fueron asesinados sus propietarios, en el siglo XIX, por el Pinxo de la Barcella, un audaz y bravucón personaje emparentado con los masoveros.
Pero olvidemos estas historias tristes y sigamos nuestra excursión. Abandonamos la pétrea construcción, que aunque fuerte y bien conservada en la parte que constituía la casa, comienza a ceder por las techumbres de los corrales adyacentes. Atravesamos la era contigua y nos acercamos a una balsa desde donde parte el camino hacia nuestro nuevo destino: la font de l´Enceloni. Pero la senda es ardua y parece perdida entre las jaras y los matorrales, por lo que desistimos de nuestro empeño y nos encaminamos hacia un pequeño montículo donde varios pinos piñoneros centenarios de amplia copa, como los que pueblan las cercanías de la inmortal ciudad de Roma, nos invitan al descanso y nos sentamos bajo su sombra protectora. El aire suave atraviesa las ramas de la enorme copa redonda y, sobre una ligera capa de pinocha y recostados en sus resquebrajados y majestuosos troncos, observamos cuanto nos rodea.
El sol ciega a nuestro alrededor con su pujanza e ilumina con distintos destellos las plantas desconocidas que crecen por los aledaños. Nos llama la atención una de ellas que está cubierta por un velo de mil brazos diminutos, que recuerdan a una tela de araña. Es una planta parásita denominada monyo de la Mare de Déu que cubre con sus tentáculos a su anfitriona y se nutre de ella.
El silencio es profundo, silencio humano queremos decir, porque la naturaleza tiene mil sonidos distintos y complementarios que armonizan entre sí; el rumor del viento atravesando las ramas de los pinos, el trino de las aves multicolores, el zumbido de las abejas que polinizan sobre las flores, el balido de unas ovejas lejanas o el sonido tintineante de sus cencerros.
Después de un cuarto de hora aproximadamente, reemprendemos la marcha. Buscamos el camino principal y seguimos nuestra andadura por un terreno más llano. Los campos están exultantemente llenos de flores silvestres. Uno en especial nos seduce, porque parece sembrado de pequeñas margaritas amarillas. Es una naturaleza que revienta, desbordada por las aguas benefactoras del invierno, que contradicen la agorera y ceniza clasificación de próxima desertización que algunos expertos dan a la futura situación climática de España. No queremos con ello decir que no estén en el camino acertado si el hombre no rectifica su conducta agresiva actual, pero la sabiduría de las leyes de la naturaleza y en especial de quien las rige, nos da plena confianza en la reversibilidad de la situación y en la alternancia histórica de períodos de contumaz sequía y de lluvias abundantes. Así lo demuestran las floraciones naturales y las fuentes rumorosas que renacen cada año en estas montañas.
Nos acercamos a la base de la Moleta Redona y nos encontramos en una planicie entre gigantes. Nos recuerdan las batallas medievales, en las que unos pocos hombres rudos, encaramados en lo alto de los más altas peñas de las montañas cántabras, eran capaces de vencer a aguerridos y muy superiores contingentes de soldados romanos o árabes. Ya nos imaginamos a los íberos de estas tierras bajar de la Mola Murada, inaccesible y dominante en su altura, que se abastecían de las aguas de la font de l´Enceloni, caer en rápida guerrilla sobre sus posibles adversarios, descendiendo como un relámpago por los mismo caminos escarpados por donde, hace apenas media hora, han desaparecido nuestro convecino y su perro.
Pero ahora es tiempo de paz y sosiego y quedan, afortunadamente lejanas, las batallas en estas latitudes. Así que continuamos paseando bajo un sol que aprieta cada vez con más fuerza, contemplando nuevas plantas que nos sorprenden con su belleza. Vemos la clavellinera borda con una flor que tiene color rosáceo o la herba sant joanera, que comienza ya a florecer su alta vara con minúsculas florecillas amarillas que culminarán de abrir su pétalos en la festividad de San Juan Bautista, el 24 de junio. No obstante, hay una planta que nos resulta completamente original y desconocida. Es la leuzea conífera según la clasificación botánica y carxofes o pinyetes en valenciano. Tiene, en efecto, forma de alcachofa pero con un extraño tacto que le da apariencia de paja. Tanto nos fascina que guardamos una en nuestra mochila para poder observarla mejor en casa a nuestro regreso y comprobar sus cualidades botánicas y farmacéuticas.
Así llegamos a una encrucijada de caminos. Por uno de ellos, que bordea la Mola y que ya hemos seguido otras veces, pasaríamos por la masía de Els Fontanals y saldríamos a la ermita de Sant Pere i Sant Marc de la Barcella. Por el otro, desconocido para nuestros paseos montañeses, nos alejaríamos bordeando la Moleta Redona hacia la masía de Els Domènechs y veríamos nuevos paisajes. Como son las doce y media y no tenemos prisa en regresar, elegimos este nuevo camino para conocer mejor la orografía de nuestro pueblo.
Sobre nuestras cabezas se alza la Moleta Redona. La erosión ha convertido la roca superior, redonda como indica el topónimo, en un juego de equilibrio. Parece como si en cualquier momento fuera a desprenderse sobre el llano arrasando cuanto encontrara a su paso. Pero es sólo un efecto óptico pues sus raíces, sus cimientos, como las de nuestros dientes y muelas, se hunden profundamente en las poderosas mandíbulas de la montaña, formando un conjunto férreo hasta profundidades insospechadas.
Nada más comenzar nuestra nueva senda, oímos el ruido de un motor lejano que se acerca paulatinamente hasta que aparece un land rover por el camino que hemos dejado atrás, en dirección a la masía de Bel. Es de color verde y sus ocupantes, si nos han visto, han debido experimentar la misma sorpresa que nosotros al encontrar gente a estas horas por lugares tan alejados de la población.
Seguimos caminando y pasamos cerca de una caseta de cazadores. Ha sido construida con piedras y maderas y presenta un aspecto tosco y desagradable. La definiríamos como chirriante en este hábitat. Parece como si se hubieran reutilizado materiales de deshecho para su construcción. La desarmonía es la tónica que la definiría. En cambio unos metros más adelante tropezamos con una antigua caseta de piedra o refugio de pastores. Aquí se armonizan de tal forma las piedras utilizadas en su estructura con el entorno circundante, que parece que su constructor intuyera la necesidad de mimetizarla con el terreno. Es como si hubiera captado la agudeza que tiene el camaleón y quisiera disimular su presencia y la de sus ovejas, en el corazón de estas montañas, para que cuando el cielo enfurecido lanzara sus rayos contra la Barcella, ni los relámpagos pudieran localizar su oculto escondite y así pasara desapercibido al fragor de la naturaleza embravecida de estas alturas.
Las paredes del refugio son de piedra seca y su techumbre está construida sobre vigas deformes de madera, cubiertas por grandes losas y tierra apisonada. Su interior se divide en dos compartimentos, separados por una pared interior que no llega hasta el final de la construcción. Por ello se puede pasar por el fondo de la estancia, que adquiere forma curvilínea, de un lugar a otro. Unas latas de bebida edulcorada y dos botellas de cerveza denotan la reciente presencia humana en este recinto. Quizá sirviera de refugio a alguna colla para la tradicional comida campestre del día de Sant Marc, el 25 de abril.
Salimos de la casita de piedra seca y observamos la vegetación circundante. Múltiples coscojas jóvenes, restos de los antiguos bosques que poblaron estas sierras originalmente, depredados e incendiados en siglos pasados por pastores y agricultores para obtener nuevos pastos y tierras de cultivo, florecen por doquier. Estas pequeñas coscojas, que lo invaden nuevamente todo, se mezclan a nuestro paso con almendros abandonados a su suerte por sus dueños. Su lejanía de la población los ha condenado, como las huertas de la masía de Bel, al olvido y la naturaleza triunfa de nuevo en los dominios que le fueron robados.
El camino baja rápido hacia el barranco cercano y a lo lejos observamos el grupo de masías de Els Domènechs. Otro camino, que atraviesa un pequeño puentecillo y que viene de aquellas casas abandonadas, se une al nuestro. Dudamos, pero seguimos por el camino denominado del Sol de la Barcella que sale a nuestra izquierda y sigue descendiendo.
Sobre nosotros y a gran altura queda ahora la Mola Murada. Debemos de haber descendido unos cincuenta metros de altura desde la masía de Bel. Y aún descendemos más, hasta atravesar una barrancada, poblada de cañas y juncos, que nos indican la presencia de agua abundante en el subsuelo.
Comenzamos de nuevo a subir altura y llegamos a una pequeña planicie. El sol de mediodía aprieta y el sudor gotea por nuestros cuerpos empapando las camisas. Bajo la sombra amiga de una higuera, nos dejamos caer. Apuramos un trago de agua de nuestra cantimplora, caliente ya por el largo trayecto, pero reconfortante. Todos los campos circundantes están yermos, abandonados. La sensación, con este calor tan fuerte de la mañana que agoniza en el mediodía, es agobiante. Sentimos el deseo de regresar, de ver la ermita, de contemplar el pueblo de Xert en lontananza.
Se oyen cencerros lejanos. Divisamos en las masías del Pla d´En Vilà y Gabrielet que nos enfrentan un grupo de vacas que pacen tranquilamente. El sonido de los cencerros que cuelgan de sus cuellos es grave, profundo. Con los prismáticos que llevamos en nuestra pequeña mochila las observamos. Destacan junto a las masías abandonadas, diseminadas por el campo, con sus colores blanco y pardo. Unas bañeras viejas sirven de improvisados abrevaderos a los animales.
Nuevamente nos ponemos en ruta bajo el sol agotador. A la vuelta de unos pasos vemos a lo lejos la ermita de Sant Pere i Sant Marc. Es para nosotros un motivo de júbilo, porque al llegar a sus pies habremos vencido el camino. Nos acompaña el sonido desacompasado pero amigo de los cencerros, mientras nos acercamos con paso firme y rápido hacia la masía de L´Obaga. La observamos con detenimiento. Comprende dos edificios. El primero está en ruinas y podemos acceder a él sin dificultad. Tropezamos con una construcción de piedra exenta que debió ser el horno de pan cocer. Junto a él encontramos un corral abandonado, sin puertas, lleno de maleza, que da paso a una estancia alargada y húmeda, antigua cuadra de animales. Aún está esparcido por el suelo el estiércol endurecido por los años.
En una segunda estancia se conservan unos extraños recipientes de corcho. Nos preguntamos qué utilidad podrían tener y llegamos a la conclusión de que son colmenas rústicas, lo que luego nos confirmarán personas mayores y sabias de Xert y que se denominan ruscs. Son piezas dignas de figurar en el museo etnológico que soñamos construir algún día en el pueblo, para preservar sus riquezas tradicionales.
La casa está en completo estado de ruina y abandono. En la siguiente estancia, que debió ser la cocina, ha caído la campana de la chimenea y por el suelo se ven restos de albarcas y ropa hecha jirones. En una alacena lateral se conserva un viejo pucherito de barro cocido, para hacer sopas y un resto de vajilla: medio plato barnizado de amarillo, tosco y humilde, que ha quedado olvidado entre los muros como símbolo de la vida que aquí hubo.
Las estancias superiores, a las que se accede por una destartalada y empinada escalera, están vacías. Tan sólo en los suelos, cubriendo los antiguos ladrillos de barro o quadrons encontramos una capa polvorienta de paja vieja. Los techos, de vigas y tisells, comienzan ya a ceder con el peso de las tejas morunas. Una nueva época de lluvias puede hacerlo ceder definitivamente. Regresamos al exterior impresionados por el olvido y el abandono del edificio.
En cambio, la masía adyacente ha sido muy bien restaurada. Estamos convencidos que sus dueños son de origen alemán, porque la preside un alto y esbelto tiro de chimenea de ladrillo rojo visto, cuya abertura superior está protegida por una hoja de lata. Este tipo de chimeneas son inusuales en nuestro territorio. También nos sorprende que las ventanas del piso superior han sido protegidas por batientes de madera que se abren hacia el exterior como es costumbre en los países del centro de Europa y las inferiores tienen rejas protectoras de hierro que denotan, estas sí, la factura de los herreros de Xert.
Detrás de la masía vemos una tubería para la recogida de aguas de lluvia, lo que nos indica que tienen un aljibe para abastecer a la casa y una pequeña balsa de cemento para, desde allí, canalizar las aguas a algún lugar cercano y utilizarlas en tierras de huerta.
Nos alejamos de las masías y nos acercamos ya a la Roca Mercadera, en cuya cumbre se asienta la ermita de Sant Pere i Sant Marc de la Barcella, pero el tiempo fluye rápido y dado nuestro estado de cansancio, renunciamos a subir hasta ella y avanzamos con paso rápido hacia casa.
El camino ahora nos es muy conocido por haberlo recorrido en múltiples ocasiones. Nuestro reloj marca las dos y media de la tarde y el sol comienza a hacerse insoportable. Tanto es así que los pies nos hierven en las zapatillas de tenis y la marcha se hace inacabable. Pero como dice la sabiduría popular: “Dios aprieta pero no ahoga” y efectivamente se alza un vientecillo que nos alivia este tránsito e incluso nos vuela los frágiles sombreros de paja en varias ocasiones.
Comenzamos ya a ascender el tramo de camino que discurre por entre pinos y carrascas y en la recta final de la subida nos dejamos caer, exhaustos, bajo la acogedora sombra de una centenaria e inmensa carrasca. El calor y el cansancio nos adormilan y en los momentos en que abrimos los ojos observamos las irisaciones del sol a través de las hojas pequeñas y dentadas de nuestra amiga y protectora.
Ya repuestos y después de beber un sorbo de agua, emprendemos el último tramo de la excursión. Pasamos junto al ancho campo que nos sirve de lugar de descanso a los romeros el día de Sant Marc y junto al mojón y cerramos el círculo comenzado esta mañana alrededor de la Mola, al pasar junto a la valla herrumbrosa que da acceso al camino de la cantera.
El descenso ahora es rápido, aunque el cansancio nos alarga el trayecto más que en otras ocasiones. Al pasar junto a la granja de la mañana, nos extraña que los perros no anuncien nuestra presencia. Deben estar siesteando con este calor que ya asfixia. No le damos mayor importancia y proseguimos el camino.
En las cercanías de la fuente de L´Aubelló, nos sentimos aliviados por la sombra del pequeño conjunto de cipreses. Seguimos rápidamente, teniendo ya la invariable compañía del riachuelo y su tintineante canto y ¡por fin! ascendemos por la barrancada que sube recta desde la fuente al camino de Vallibona y a nuestra casa. Al llegar nos sentimos aliviados y penetramos en la sombra de sus espesos muros para comer y gozar del alivio de la oscuridad y el reparador sueño.
Otro día caminaremos de nuevo para disfrutar del campo y sumergirnos, con todas sus consecuencias, sol y calor incluidos, en la misteriosa plenitud de la naturaleza xertolina.
Xert, mayo de 2002.
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