El diseño de una nueva monarquía
por Pedro Voltes Bou
El testamento de Fernando VII instituye heredera de la corona a su hija Isabel II (1833-1868), colocándola bajo la tutela de su madre la reina viuda María Cristina que actúa como reina gobernadora. En el mismo año 1833 el antiguo afrancesado Javier de Burgos ministro ahora del gobierno, hace aprobar una nueva división territorial de España que recoge y actualiza el mandato que a tal efecto había impartido la constitución de 1812. En estas cortes, el diputado Pelegrín, había dicho textualmente y sin protesta especial de nadie que, «había llegado el caso de olvidar los nombres y los señoríos que componen la monarquía española y de que no se volviesen a oír las denominaciones de catalanes, aragoneses, castellanos, etc, adoptando otras para la denominación de las provincias o al menos, dividiendo el territorio sin consideración a sus antiguos límites». En 1822, durante el Trienio Liberal, se había querido cumplir este propósito, pero la anulación de los actos de tal gobierno lo frustró. La división establecida por Javier de Burgos, zanjaba una polémica que había surgido durante las cortes gaditanas y que volvería a brotar más tarde, la de si las provincias habían de recoger los límites y contenido de los antiguos reinos y partes de la corona española, o habían de ser unidades nuevas y abstractas a la manera de los departamentos instaurados en Francia por la revolución, con daño de los territorios históricos y en beneficio de la homogeneización del país. Tras serios debates, donde se sostuvo la conveniencia de respetar unas provincias de Cataluña, Galicia, etc, prevaleció la opinión contraria y en el decreto de Javier de Burgos, aparecen unas demarcaciones nuevas más o menos respetuosas respecto de entidades antiguas y realidades prácticas del día, pero desprovistas de precedentes históricos, salvo casos como el de Navarra y las provincias vascas, donde se percibe el deseo del legislador de no herir los sentimientos del país. El decreto en cuestión creó 49 provincias, prácticamente continuadas salvo retoques mínimos, hasta el día de hoy, con la excepción de la partición en dos de la provincia de Canarias que fue dispuesta en 1927 y elevó el número total de las españolas a 50. Y un real decreto de 1834, creó como subdivisión de las provincias el partido judicial.
Los autores de esta estructura, declaran que no se proponen en absoluto respetar ni contemplar los antiguos territorios históricos de España, lo cual tampoco quiere decir que quieran contradecirlos, sino crear como acto del poder central, unas unidades de «administración y régimen», como dice años después la Ley Provincial de 1882. Tales unidades no son entes intermedios entre el estado y el individuo porque la concepción liberal de aquel ni admite entidades de esta especie. Las provincias se conciben en cambio como área de ejercicio de la autoridad de una figura de un determinado nivel, similar al del prefecto francés y será el jefe político más adelante llamado gobernador civil. Dicho personaje ostentará la presidencia nata de un ente que se crea en cada provincia para representar corporativamente sus intereses, la diputación provincial. En etapas posteriores, cada ministerio irá nombrando delegados en las provincias para acercarse a la realidad del país. Las esferas militar, judicial, universitaria y por supuesto, la eclesiástica, conservan sus anteriores demarcaciones.
En un capítulo dedicado especialmente a la vida en las provincias españolas durante el siglo XIX, su régimen y situación padeció primero las tensiones derivadas de la contraposición entre fuerismo y liberalismo y más tarde, del dilema monarquía-república y dentro de ésta, la alternativa federal o centralista, para acabar luego en la Restauración borbónica y su reinstauración de una monarquía unitaria y centralizada. Por lo que toca al remodelado del aparato estatal, se dan ya pasos importantes en tiempo de Fernando VII y en el año 1823, los moderados instituyen el consejo de ministros como órgano colegiado y las antiguas secretarias de Estado pasan a denominarse de entonces en adelante, ministerios. Dentro de la misma etapa, se crea en 1824 la Junta de Fomento de la Riqueza del Reino, con inmediata dedicación al aumento de la producción. En 1825 se funda la Real Junta Consultiva del Gobierno y el Consejo de Estado, que ha durado hasta hoy. En 1824 se había creado la policía estatal como institución diferenciada. En 1832 se crea el Ministerio del Interior o de Fomento, con lo cual adquiere relevancia la tarea autonomizada de gestionar la riqueza, el trabajo y el orden en el país. Todas estas medidas resultan tendentes en objetivar la función de gobierno, separándola de los arbitrios y tareas personales del rey y dándole rango de esfera aparte como ha recogido la praxis administrativa posterior.
Todas estas innovaciones administrativas y legales hubieran continuado y habrían dado más frutos si no hubiera comenzado poco después de la muerte de Fernando VII la guerra carlista, motivada por la pretensión de Carlos, el hermano del rey, de tener como varón, mejor derecho sucesorio que la hija de aquel. En el breve tiempo transcurrido antes de la contienda, la reina gobernadora dio amplias medidas de amnistía en favor de los liberales perseguidos, desarmó a los paisanos de diverso signo que mantenían posiciones extremistas, concedió libertad de imprenta y preparó con un gobierno moderado, el tránsito hacia formas más democráticas. La guerra carlista tuvo principio el 3 de octubre de 1833 con el levantamiento carlista de Manuel González en Talavera, que fue fusilado. Dos días más tarde, el pretendiente trata de entrar en España. por Marvado y es repelido por el general Rodil. En Aragón y Navarra estallan pronunciamientos favorables a don Carlos y en poco tiempo se produce en el país una división en dos bandos: el liberal llamado también isabelino o cristino, que apoya la sucesión de Isabel y el sistema constitucional y el carlista que preconiza la herencia del infante Carlos, la ideología tradicional y el sistema monárquico del antiguo régimen. En el plano socioeconómico, el partido liberal corresponde a los sectores y grupos burgueses residentes en las ciudades y dedicados primordialmente a la. industria y el comercio, mientras que el carlismo, encuentra sus baluartes más firmes en las zonas montañosas. El conflicto político viene así a tener paralelismo en una confrontación de esferas de riqueza y cultura. Según estas mismas coordenadas, se declararon mayoritariamente por la causa carlista Navarra y buena parte del País Vasco, la montaña catalana, sectores populares del campo y parte de la clase media, junto con una gran fracción del clero que se aproximaba al acento devoto del pretendiente y sus tesis. En el exterior, apoyaron al pretendiente Miguel de Portugal y el rey de Nápoles. Isabel II, por su parte, contaba con la mayoría del ejército, el estamento cortesano, las grandes poblaciones y el auxilio de Francia e Inglaterra, que se plasmó en 1834 en el tratado de la Cuádruple Alianza que sus gobiernos firmaron con los de Madrid y Lisboa para oponerse a los pretendientes español y lusitano. Tras una aventurada fuga desde Portugal a Inglaterra y desde ésta a Francia, el infante Carlos entra en España en julio de 1834 y publica el manifiesto de Elizondo. En 1835 el carlismo experimenta la pérdida de su figura militar más relevante, el general Zumalacárregui, que había intentado en vano la toma de Bilbao. Mientras tanto, el general carlista Cabrera, desarrolla una dura campaña en Levante que sube de tensión dramática cuando su madre es fusilada por las tropas isabelinas en 1836. En 1837 las tropas de don Carlos marchan sobre Madrid y ponen pie, aunque son derrotadas luego por Espartero en Aranjuez que y se retiran hacia el norte. En 1839 se percibe en el bando carlista el predominio de Maroto, el cual fusila a varios generales distinguidos que se le oponían y preconiza una salida negociada a la guerra que culminará en el abrazo de Vergara de 1839. Cabrera resistió un año más en el Maestrazgo pero, en 1845 el infante Carlos renunció sus derechos en favor de su hijo el conde de Montemolín, el cual se intitularía Carlos VI.
Mientras se desarrolla aquella contienda, se registra en Madrid en 1835 una sublevación militar que exige el restablecimiento de la Constitución de 1812 y en Barcelona, estalla un motín popular que culmina en el asesinato del capitán general Bassa, en la quema de conventos y la de la fábrica Bonaplata, primera industria movida totalmente por el vapor. Al año siguiente hay otra revuelta militar en La Granja, que da lugar a que cambie el gobierno y se convoquen cortes, preparándose una constitución que se promulga en 1837, año en el que es nombrado presidente del gobierno el general Espartero. En 1840, Espartero entró en desacuerdo con la reina a propósito de la Ley de Ayuntamientos, aunque el enfrentamiento entre ambos radica más bien en que la reina está vinculada a intereses franceses y Espartero es un instrumento de las finanzas y la política inglesas. La reina ha contraído además en 1834 matrimonio morganático con don Agustín Fernando Muñoz, nombrado luego duque de Riánsares, el cual se dedica también a negocios, relacionándose con los capitales franceses invertidos en España. El conflicto acaba con la salida de la reina gobernadora hacia el destierro y la formación de un gobierno provisional por Espartero que en 1841 es elegido regente. Barcelona se subleva contra él en 1842 y es bombardeada. En 1843 una coalición de generales entre los que destacaban Narváez y Prim le obliga a dejar el poder y expatriarse. La jefatura del estado pasa a ser ejercida por Isabel II a la que se declara mayor de edad en 1843, mientras en todo el país cunden los disturbios que con penas y trabajos, sofoca el gobierno formado por González Bravo.
© Copyright P.V.B. - 2023