La colonización española en América y Filipinas

por Pedro Voltes Bou


     Cuando los soberanos españoles se plantean la cuestión de sus legítimos derechos sobre las tierras descubiertas en América y encargan a teólogos y juristas que los analicen y establezcan, suscitan un largo debate sobre la fundamentación de la presencia española en Indias y el disfrute de la soberanía sobre ellas. Su punto de partida jurídico había sido las llamadas «bulas alejandrinas» (1493) otorgadas por el papa Alejandro VI y que marcaban unos límites entre las zonas de actuación castellana y portuguesa concediendo a cada soberano amplia potestad sobre la suya propia. La concesión estaba fundada en la doctrina medieval del poder del pontífice sobre el orbe entero y no resistió las primeras críticas que se le dirigieron desde dentro de la misma iglesia. A mediados del siglo XVI se revisa por completo la cuestión de la legitimidad de la conquista americana, lo que arranca, en cierta medida, de los abusos cometidos en la colonización antillana. Esta revisión la personifican los dominicos, constituidos en tenaces y ardorosos defensores de los indios, tesis que adquiere un matiz iusnaturalista en el P. Vitoria y un acento humanitario y emotivo en el P. Bartolomé Las Casas. El primero rechaza la solidez de la concesión pontificia y estima que hay que preferir como títulos el amparo a la probable incapacidad civil de los indios, la predicación del cristianismo, la libertad de comercio y la elección voluntaria de los naturales. Las Casas acentúa este último punto y viene a repudiar cualquier tipo de conquista que no se efectúa con consentimiento libre de los sometidos, a la par que dramatiza sobre los perjuicios causados a los indios con la implantación de la dominación española. Una junta reunida en Valladolid en 1542, examina a fondo la cuestión y alarmada acaso ante las consecuencias que traería una exigencia radical de este consentimiento, retorna en gran proporción al criterio de la conquista legítimamente basada en la concesión pontificia. Otra junta reunida en la misma ciudad en 1550-1551 y presidida por Domingo de Soto, no llega a un acuerdo explícito, pero prepara cierta postura oficial que sitúa la fuente de la legitimidad en que los colonizadores presten servicio y acato a la doctrina evangélica y según las bulas originarias, se abstengan de violencias y abusos e implanten un orden justo en la nueva sociedad. Este último cometido queda cumplido mediante las Leyes de Indias, que regulan todos los aspectos de la administración pública, los derechos de los indios y el régimen económico americano.

     Continuando tradiciones y costumbres de la época de la Reconquista, la tierra fue adjudicada en América por repartimiento que se efectuaba por delegación real a cargo de un descubridor, colonizador o una autoridad concreta y por gracia y merced, que eran otorgados por el Consejo de Indias en favor de un solicitante que expusiera sus deseos de instalarse en suelo indiano. Tras estudiar sus circunstancias, se le concedía una peonía (extensión que se podía labrar en un día) o una caballería (dos peonías más tierras de pasto). En ambos casos, se ponían a salvo los derechos de los indígenas a conservar sus tierras. El mismo acento medieval tiene la solución de encuadrar a los pobladores en un régimen de producción mediante las encomiendas, que consistían en asignar a los beneficiarios de tierras un grupo de indios que les eran encomendados, para que les enseñasen el trabajo a la europea, cuidasen de su cristianización e instrucción y de su pacífica convivencia. Las adjudicaciones se efectuaban con arreglo al rango del encomendero y no podían pasar de 300 indios adscritos a una sola persona. La encomienda había de durar como máximo por toda la vida del encomendero y éste debía pagar un peso de oro anual a la Corona por cada indio, no obstante, causó grandes tensiones y disturbios la apetencia de los encomenderos de perpetuar estos encargos, haciéndolos durar dos y tres generaciones.

     Otro mecanismo de disposición de la mano de obra indígena consistía en la mita, que había ya funcionado antes de la llegada de los conquistadores. Estribaba en una leva forzosa de trabajadores que eran enviados a zonas de labor pesada y especialmente a las minas. Estaban prescritos el horario y condiciones de trabajo y la compatibilidad de éste según las temporadas, con las labores de los indios en sus propias tierras. En las mismas comunidades indígenas el rey recaudaba un tributo directo en forma de capitación basada en el censo de la población. La población productiva comprendía también a los esclavos negros traídos de Africa por asentistas autorizados por la Corona, los cuales pagaban a ésta elevados derechos por llevar contingentes de esclavos a América.

     En las Indias se estima que hay en el año 1550 algo más de diez millones de habitantes, de los cuales ocho y medio son indios, 655000 blancos, 715000 negros, 348000 mestizos y 236000 mulatos. Los territorios más poblados son México con 3800000 habitantes y Perú con 1600000. La población disminuye gravemente desde la conquista al intervenir variados factores: la insuficiencia de alimentos producido del régimen prehispánico, la introducción de enfermedades desconocidas en América como la viruela que causan estragos, el cambio de régimen de trabajo y vivienda de numerosas poblaciones y las perturbaciones causadas por la conquista en las colectividades indígenas. En contra de las afirmaciones de Las Casas y sus seguidores contemporáneos, la matanza de indios por españoles constituye uno de los motivos menos graves de este descenso demográfico. Más reprochable es según ha comenzado a valorar una reciente escuela de americanistas, el atropello a la identidad del indígena y la vulneración de su derecho innato a no entrar en el sistema europeo.

     Superando la fase primeriza de codicia por los metales preciosos y los enriquecimientos súbitos, los españoles captan pronto que la verdadera riqueza de las Indias radica en el suelo agrícola y se disponen a trabajarlo introduciendo una serie de especies desconocidas allí, comenzando con el trigo, la vid y el olivo y continuando con el ganado lanar, vacuno, caballar, porcino y la volatería, en forma que llevó a Humboldt a expresar: «Cuando estudiamos historia de la conquista, admiramos la actividad extraordinaria con que los españoles del siglo XVI extendieron el cultivo de los vegetales europeos en las planicies de las cordilleras desde un extremo a otro del continente. Los eclesiásticos y sobre todo los frailes misioneros, contribuyeron a esos progresos rápidos. Los mismos conquistadores, a quienes no debemos considerar en masa como guerreros bárbaros, se dedican en su vejez a la vida de los campos».

     El tráfico entre la metrópoli y las Indias está controlado por la Casa de la Contratación fundada en 1503 en Sevilla, donde ha de tomarse nota de los envíos y las llegadas. El aumento del volumen de este intercambio no redunda en que se le dé flexibilidad, sino por el contrario en multiplicar las reglamentaciones y las limitaciones legales. Las mercancías se transportan en su inmensa mayoría a bordo de buques integrados en flotas que salen en días fijos de puertos determinados. España envía mercurio para el tratamiento de la plata por el método de la amalgama, tejidos, azufre, vinos, productos suntuarios y recibe principalmente metales preciosos, maderas ornamentales, lana, azúcar, cacao y más adelante algodón. En la economía colonial van introduciéndose rápidamente los países europeos mediante la práctica del contrabando, que se consolida y oficializa a partir de las concesiones mercantiles del tratado de Utrecht en favor del comercio inglés.

     Los territorios americanos, muy distintos en características físicas y humanas, estaban gobernados por virreyes, capitanes generales, gobernadores y audiencias según su importancia y extensión. Al principio de la colonización hubo solamente los dos virreinatos de Nueva España, con capital en México y Perú que la tenía en Lima. Las audiencias sumaban a sus competencias gubernativas las judiciales y estaban orientadas hacia una función compensadora y correctora de las decisiones de los virreyes. En las ciudades se construyeron pronto los cabildos y a veces la Corona delegó en los descubridores el derecho a nombrar el primer cabildo de las ciudades que fundasen, adquiriendo plenitud de poder en la esfera municipal y no vacilan en defender las conveniencias de su municipio ante cualquier autoridad.

     Tal como ocurre en la metrópoli, la instauración de la dinastía borbónica trae consigo profundas innovaciones encaminadas a corregir abusos antiguos y a racionalizar el mecanismo hacendístico y gubernativo. El primero de estos aspectos es estudiado especialmente en el reinado de Fernando VI y el segundo lo es por iniciativa de Carlos III. Este último implantó en 1782 las intendencias, creando doce en México, ocho en el Río de la Plata, dos en Chile, ocho en el Perú, una en Cuba, otra en Caracas, etc. La nueva autoridad se centraba en las potestades administrativa y fiscal interfiriéndose en el anterior mecanismo de virreinatos, audiencias, etc. y sus titulares serían funcionarios enviados desde la metrópoli, cosa que causó disgusto en las Indias. Aún cuando los intendentes representan el espíritu creativo, práctico y progresista de la administración carolina, su autoritarismo genera múltiples conflictos con las instituciones tradicionales y con los cabildos locales, cuya autonomía choca con la nueva filosofía de gobierno. Carlos III crea una secretaría de Indias, separándola de la de Marina y en 1763 instituye una junta para estudiar los problemas americanos. Se emprende una clara política mercantilista respecto del Nuevo Mundo y se consideran proyectos de compañías oficiosas de comercio, cuyo desarrollo es estorbado por las frecuentes guerras que perturban el tráfico atlántico. En 1778 el rey dispuso, con el nombre de liberación del comercio americano, la apertura de diversos puertos españoles al libre tráfico con Indias, cancelando el anterior monopolio del centro sevillano-gaditano. Aún antes de la disposición, se había registrado intenso tráfico catalán y de otros puertos regionales con América y la medida liberadora, señaló el arranque de una enorme exportación de productos de la metrópoli hacia las Indias. La presencia española en Filipinas queda consolidada tras el descubrimiento por Magallanes, por una nueva expedición enviada en 1564 bajo el mando de Miguel López de Legazpi, fundador de la ciudad de Cebú. Merced a Legazpi y su colaborador Andrés de Urdaneta, queda establecida y concretada la ruta de comunicación con Nueva España que dará lugar al viaje regular de la «nao de Acapulco» o «galeón de Manila» que comunica ambas posesiones y en 1569 Legazpi recibe el título de adelantado de las islas Marianas. En 1571 estableció la capital filipina en Manila, lugar ya poblado anteriormente. Durante los gobiernos ulteriores del archipiélago, se acometen con urgencia los problemas de pacificar las innumerables islas, defenderse de las repetidas agresiones de los piratas chinos y tratar de establecer relaciones normales con Japón, Camboya y Siam, entre otros países asiáticos. En el siglo XVII, las principales preocupaciones españolas estribaron en la lucha contra los piratas holandeses, entre los que sobresalió Olivier de Noort, repelido en 1600 y en la represión de las inquietudes de los moros joloanos y mindanaos. Pedro de Acuña (1602-1606) tuvo considerable éxito en la pacificación de Filipinas, pero más tarde Sebastián Hurtado de Corcuera (1635-1644) hubo de repetir las campañas contra los moros. Las medidas de defensa, tanto en la fortificación de las plazas como la reacción contra atacantes europeos y piratas chinos, continuaron ocupando a los gobernadores, entre los cuales destacó Fernando de Valdés Tamón entre 1729 y 1739. La principal obra de España en Filipinas fue la cristianización de los naturales, emprendida por agustinos, dominicos, franciscanos y jesuitas. Su labor estuvo facilitada por el hecho de que la religión islámica, en las islas donde estaba establecida, era profesada sólo por la clase dominante y no por el pueblo sencillo. En 1611 los dominicos fundan la Universidad de Santo Tomás en Manila, cúspide de las estructuras religiosas de culturización del archipiélago hasta el día de hoy. La colonización española consistió prácticamente en esta labor misionera, que dio lugar en amplias zonas del país a un auténtico gobierno teocrático, puesto que las autoridades españolas no solieron contar con medios bastantes para imponer un poder civil eficaz y el propio Felipe IV consideró la conveniencia de abandonar un territorio tan difícil y costoso de defender y sólo le contuvo el aspecto religioso de la permanencia de España en él. En notable medida, la acción española en Filipinas se ejerció por mediación de México. Con los Borbones se intensificaron los tratos directos entre la metrópoli y Filipinas, pero las reiteradas guerras europeas del siglo XVIII repercutieron desfavorablemente en la comunicación con Filipinas y la propia Manila fue tomada por los ingleses en 1762, aunque fue devuelta al año siguiente por la paz de París. En el Extremo Oriente se mantuvo la solidaridad con los portugueses, cuyos intereses en Macao coincidían ampliamente con los españoles del archipiélago y se esbozaron relaciones comerciales con China, Japón y el Asia sudoriental.

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